Y justo cuando creía estar
llegando al límite de lo que alguien como yo podía soportar llega la vida, tan
puta como pedagógica, para enseñarme que todavía es mucho lo que puedo perder y
que pese a estar cansado, más bien extremadamente agotado, todavía me quedan
fuerzas para levantarme a batallar como llevo haciendo siempre. Quizá sea un
poco brusca en forma, pero desde luego es efectiva, y es que parece que el
haber perdido dos coches en poco más de un año y el haber estado dos veces
ingresado en el hospital, la última de ellas un mes, no eran suficiente para
que pillara el mensaje: “eh, tú, ¡despierta!”.
Hace poco una buena amiga me
dijo un par de cosas que me han estado persiguiendo durante días: “¿en qué momento
te volviste tan pequeño? ¿Dónde está ese chico con tirabuzones que parecía se
iba a comer el mundo?” No supe qué contestar, sólo pude llorar de impotencia, seguramente
ese chico no se marchó sin más un día, sino que se fue diluyendo poco a poco entre una
vida llena de oscuridad, decepciones y miedo, y creedme cuando os digo que
nadie lo echa más de menos que yo, pues cuando me miro en el espejo sólo veo el
rostro de un pusilánime, de un fracasado. He tratado de mantener a raya esa
imagen, y todos los sentimientos que evoca, con una batería de antidepresivos,
estabilizadores del ánimo, ansiolíticos y antipsicóticos, aderezados con mucha
filosofía y no menos paciencia (somos compañeros de viaje desde hace más de una
década), pero el desgaste emocional que supone vivir bajo la misma piel que tu
mayor enemigo es enorme y bastante duro resulta ya ignorar todas sus
provocaciones en el día a día como para exigirme algo más: hago todo lo que
puedo con lo que tengo y con lo que sé, así que en muchos momentos con no
ir a peor ya me doy por satisfecho, al fin y al cabo mi camino es una prueba de
resistencia, no de potencia, no importa si voy más rápido o cómodo, sino administrar los recursos de los que uno dispone con sabiduría suficiente como para, al menos, completar el recorrido.
Y sin embargo, anteayer, como
en alguna que otra ocasión, la carrera se detuvo y pude respirar tranquilo por
primera vez en mucho tiempo. La razón: un hombre de edad avanzada después de una jornada
nocturna de 12 horas de trabajo se quedó dormido con el pie en el acelerador, invadió mi
carril y yo sólo pude pisar el freno, agarrarme fuerte al volante y cerrar los
ojos. Creo que aquello que pasó en una fracción de tiempo se me quedará grabado
en la retina toda mi vida. Poco después, cuando recuperé un poco el sentido, pude
verme sobre el airbag a medio hinchar con el interior de lo que quedaba de mi
coche lleno de humo. Me quité el cinturón, salí por la puerta pegando gritos y
cuando vi a la otra persona tratando de salir del interior, con una cara de
terror y angustia desbordante, sólo pude acercarme a socorrerle y tratar de
tranquilizarlo como sólo mi verdadero yo, el enorme, puede hacerlo. Y por primera
vez en mucho tiempo me sentí útil, me sentí fuerte, me sentí vivo. Es una pena
que haya tenido que pasar algo así para darme cuenta. Espero que ese hombre se
recupere pronto (todavía está en el hospital), yo ya estoy en casa, me duelen
hasta las pestañas, pero desde luego no puedo quejarme: en principio no tengo
nada para lo que podría haber tenido.
Ahora me toca descansar,
recuperarme del todo y buscar otro coche (ya van tres en poco más de un año), pero
con la tranquilidad de que vuelvo a reconocerme a mí mismo cuando me miro al
espejo, espero no volver a olvidarlo demasiado pronto y, si llegara a pasar,
que la vida encuentre formas más sutiles de recordármelo. Un abrazo.